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| LITERATURA |

Entre Cortázar y Gabo

— por Bernardo Romero Calderón, Embajada de Colombia en Suiza —


Apreciados amigos de Punto Latino,


La tarea actual de reflexionar sobre Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Octavio Paz, ha logrado reavivar mi afecto por estos grandes latinoamericanos. Puesto que poco ha sido lo que mi vida se ha cruzado con la de Octavio, lo dejo en Paz.


Con Cortázar tengo una relación dilatada en el tiempo. Tengo la impresión de que lo leí primero que a Gabo, y desde siempre me envolvió con su prosa, especialmente sus cuentos cortos con finales vertiginosos. Cuando pienso en él, recuerdo con especial afecto La noche boca arriba, una historia en la que confluyen varios temas que despiertan mi atención. En ella, se entrelazan con una facilidad asombrosa los sueños, la fragilidad de la vida y ese sentimiento de asfixiante desesperación que acompaña a quienes viven sus últimos momentos, hasta que aceptan con resignación la inminencia de la muerte.


Mi relación con García Márquez es más estrecha, más cercana. Su historia es la mía, la de mi país. Admiro cómo, junto con sus mariposas amarillas, supo volver universal la esencia más autóctona de nuestra gente, donde la realidad supera la ficción: las grandes matronas, los fantasmas de muertos que deciden quedarse en este mundo, las impactantes personificaciones del amor, la fuerza arrolladora de la naturaleza, los hombres recios de carácter rotundo, las mujeres legendarias.


Sus novelas y relatos cortos me gustan todos. Cada uno a su manera, ha logrado dejar su huella en mí. Entre sus cuentos, La santa, me parece maravilloso. Me emociona el afecto con el que Gabo consiente a los personajes, inmortalizándolos en una historia que termina siendo más real que la anécdota original que le sirve de base.


Imposible no mencionar Cien años de soledad y su magia envolvente que a todos nos ha hechizado. Esta novela logró colarse en mi inconsciente desde mi temprana juventud y, desde entonces, ha sido mi compañera a lo largo de la vida. Ha guiado mis pasos en ciertas situaciones irreales y, sin pedirme autorización, ha influido seguramente en lo que soy, más de lo que estoy dispuesto a aceptar. Ha llegado al punto descarado de lograr que mi hija menor se llame Úrsula, homenaje involuntario aunque instintivo, a la inigualable matrona de su mágica historia.


 

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